¿Por qué sobrevivimos?

UN DEBATE QUE ABRE PUERTAS
Porque creemos que el debate abre puertas, permite cotejar nuestras opiniones y formular nuevas preguntas, nunca rehuimos la polémica en torno a las razones de por qué algunos sobrevivimos al exterminio perpetrado por la dictadura militar dentro de los campos de concentración. Es más, procuramos estimularla, reclamando sí, respeto, seriedad en las argumentaciones que se esgrimen, y ausencia de prejuzgamientos que, más allá de la voluntad de quienes los sustenten, terminan reflejando la visión que la dictadura quiso imponer.

Esto nos ha llevado a profundizar la reflexión sobre el hecho de nuestra sobrevivencia. Para nosotros, esta profundización es un gran avance; para nuestros compatriotas que, a su modo, también son sobrevivientes de un horror que no termina de espantarnos, también puede constituir un aporte y queremos compartirlo.

Desde ya, partimos de una cierta ignorancia. Ignoramos la causa particular y la causa general de nuestra sobrevida, aunque sabemos que fue una entera decisión de los represores.

En años de lucha y reflexión, a veces de desesperada reflexión, nos hemos preguntado ¿quiénes sobrevivimos? ¿por qué, para qué? Fuimos apuntando posibles respuestas que en modo alguno cierran el tema. Entre los sobrevivientes hay militantes de base de organizaciones políticas, barriales, sindicales y también dirigentes de organizaciones armadas y no armadas. Hay adolescentes y jóvenes y también adultos mayores, hay mujeres que tuvieron sus hijos en cautiverio (en los campos de concentración o en las cárceles «legales») y mujeres que abortaron a causa de los tormentos, hay obreros de distintos gremios, profesionales, religiosos, estudiantes. Hay compañeros que soportaron espantosas torturas y mantuvieron silencio y compañeros que tras terribles castigos les fue arrancada una cita, una dirección o se autoinculparon, incluso, de hechos que no habían realizado. Todos ellos forman la categoría sobrevivientes de los campos de concentración y sus identidades responden al quiénes de nuestra formulación. Son los mismos, exactamente los mismos «quienes» que, por miles, fueron desaparecidos tras su cautiverio en los centros clandestinos de detención.

Si, como sostenemos, no es posible la ecuación sobreviviente = delator ni su inversa, se nos impone otra pregunta: ¿Cuál era el criterio de los asesinos para liberar o trasladar o legalizar a un detenido? Sabemos que no la pertenencia política, no el sexo ni la edad, no la actitud frente a la tortura ni la colaboración con los represores, tampoco la gestión personal de los familiares para dar con el paradero de las víctimas. Pensamos que no hubo un criterio único de selección para la muerte o la vida, aunque sí podemos precisar que existe más cantidad de liberados a partir de 1977 y progresivamente, hasta 1983, y que las «decisiones» dependían y variaban según la fuerza militar que comandara el campo, según los jefes de cada campo, según los acontecimientos políticos que estuviera atravesando el país.

Esto nos parece que intenta responder al «por qué». Nos queda ahora aproximarnos al «para qué». ¿Para qué planeó dejar prisioneros vivos una dictadura que se propuso aniquilar toda oposición armada, política, ideológica, abarcando desde los «subversivos» hasta los «tímidos e indiferentes»? Nos lo hemos preguntado, nos lo seguimos preguntando. Hemos pensado algunas posibilidades, algunas respuestas que no necesariamente nos alivian, sino que han supuesto un nuevo desafío para los sobrevivientes.

Si el eje de la política represiva fue el terror a inocularse en toda la sociedad argentina, y si ese terror (secuestro, tortura, desaparición) se practicó en la clandestinidad, ¿quién podría contarlo (e inocularlo) en cada habitante del país? Evidentemente, no los Scilingos, cuyo rol en ese momento era hacer y no contar. El relato del horror, según el plan represivo, debía quedar en boca de un puñado de sobrevivientes, que enteraran a la sociedad de lo que le sucedía a las personas que, de pronto, dejaban de ir al trabajo, al colegio, a su propia casa. Por supuesto, el plan preveía un relato del horror aterrorizado y aterrorizante. Desde su punto de vista, el liberado era un ser destruido por la experiencia soportada, que relataría y sostendría en el tiempo -con sus palabras o con su locura, con su mutismo o su desesperación, con su ruina física o su delirio de perseguido- el horror reservado a los disidentes.

Como parte del «plan», se contemplaba la desconfianza que el círculo de allegados al sobreviviente le profesaría. «Si tantos no volvieron y éste sí…». Ni más ni menos que el «por algo habrá salido». En una situación de terror y peligro real para los opositores a la dictadura, era sumamente difícil que éstos superaran la desconfianza y evitaran el aislamiento de los sobrevivientes. Si el mandato represivo para nosotros fue «aterroricen», el mandato para los militantes no secuestrados, implícito en nuestra sobrevivencia, fue «desconfíen». Con terror y desconfianza se aseguraba un largo período de desarticulación social, permitiendo a la dictadura su permanencia en el poder. Ese fue, creemos, al menos parte del plan de dejar con vida a un número reducido de prisioneros.

Los sobrevivientes fuimos comprobando que si contábamos lo que habíamos vivido, aterrorizábamos, cumpliendo, en buena medida, los designios de los represores; y si callábamos, contribuíamos al olvido de uno de los más trágicos períodos de nuestra historia. Con tropiezos, con muchas ayudas y con muchos rechazos, también, buceando en nuestra propia identidad de luchadores, fuimos integrando en nosotros mismos el horror vivido y las causas de nuestra participación política antes del secuestro. Contar es, desde entonces, testimoniar para mantener la memoria y construir la justicia. Relato terrorífico el nuestro, sin duda. Es lo que nos tocó vivir, pero como respondiera Picasso a un general nazi que, contemplando «su» Guernica, le preguntó si era el autor de algo tan espantoso, «esto lo hicieron ustedes», este horror que contamos lo «pintamos» nosotros, pero lo hicieron los militares argentinos, a expensas de las clases dominantes que los contrataron para la tarea.

De modo que contextualizar nuestro relato, contar todo lo que los desaparecidos protagonizaron en nuestro país (sus luchas, sus sueños, sus experiencias de vida) y no solamente el horror, ha sido nuestro modo de desbaratar el plan de los represores, que nos querían mutilados, temerosos, arrepentidos. Así como nosotros, con inmensas dificultades, intentamos darle otra perspectiva a nuestra sobrevivencia, quienes pudieron escapar a la represión de los campos y las cárceles, fueron superando la desconfianza, pudieron oírnos y reconocernos como compañeros de lucha que somos y como parte de una realidad compleja que merece debatirse, sin canibalismo ni sombra de maldiciones, porque la polémica con proa a la verdad no nos debilita, sino que nos afirma en nuestro común deseo de justicia.